Don Manuel Almeida fue maestro rural, un científico autodidacta, un apasionado. El más dedicado investigador del sur entrerriano en cuanto al conocimiento de nuestros «abuelos indios» , como a él le gustaba llamarlos.
En más de cuarenta años recopiló la mayor colección que existe sobre el tema: fragmentos de cerámica, herramientas de hueso y de piedra, adornos, restos humanos… Dedicó su vida entera a desenterrar el origen y la verdad de los vencidos.
Y cuando el cuerpo empezó a decirle basta, fue un buceador de archivos históricos, relacionando lo encontrado con los escritos del hombre blanco, cuando recién pisaba estas tierras de barro y de río.
La importancia de la colección Almeida, reside no solo en sus hallazgos, sino en la catalogación minuciosa que realizó de su tarea. Así es que hoy, cuando los científicos del CONICET llegan al Museo que lleva su nombre, se asombran por el modo en que realizó su trabajo. Se asombran también por el modo en que realizó sus mapas a mano, para catalogar sitios, sabiendo que podrán continuar la investigación donde él la dejó , siguiendo sus certeras recomendaciones.
No fue solo un recolector de piezas. Buscó el discurso perdido donde solo podía encontrarlo: bajo la tierra.
Las voces silenciadas fueron surgiendo en ollitas de juguete, en collares, en piedras de boleadora. Y junto con los hallazgos se dibujó el rostro desaparecido de los hombres y las mujeres que habitaron estas tierras (hoy sabemos, gracias a su investigación, hace más de dos mil años).
La tierra bruja lo enamoró de tal manera, que fue construyendo un amor familiar con chanáes, charrúas y guaraníes destejiendo sus alegrías y penurias bajo la lupa del intelecto y de la emoción, y así nos legó un rostro mestizo que resulta criminal seguir negando.
A fuerza de horas de estudio nos dio el verdadero nombre de nuestra ciudad «Yaguarí Guazú», río del tigre grande, y también nos contó de dónde salieron los habitantes que Rocamora encontró en estos parajes, derribando tanta leyenda mágica de estancieros ricos y doncellas perdidas.
Nos dijo que eramos herederos de una reducción:la de Santo Domingo Soriano, y de la mayor tragedia y genocidio de todos los tiempos: la del continente americano. Le llamó a la muerte muerte, y no justificó los porqués que siempre están relacionados con cuestiones mezquinas.
No tuvo pelos en la lengua y por esos fue atacado. Siempre respondió con justificativos científicos y abrazó su raza olvidada como solo alguien que la amó verdaderamente, puede hacerlo.
No puedo ser imparcial ante su presencia, porque además don Manuel fue mi abuelo del corazón. Lo quise mucho y lo admiré también. Sé que estas palabras apenas balbucean su pasión inagotable y su inmensidad, pero quería contárselas para que ustedes también sepan y para que a ustedes también les pique la curiosidad, que es la madre de todos los grandes proyectos.
Él me enseñó que, en los recovecos de nuestro árbol genealógico, nuestros olvidados abuelos esperan nuestro abrazo de tiempo. Yo también soy chaná, yo también soy guaraní, yo también soy charrúa… porque aunque no los tenga realmente en mi genética, habitar el suelo que ellos pisaron hace más de dos mil años, jamás me dejará sin marca.
Y si no, pensemos en el mate y en nuestra maravillosa lucha por el cuidado el medio ambiente… nuestros viejos abuelos están aún, solo tenemos que animarnos a percibir su soplo en las orejas.
Aquí les dejo algunas anécdotas que escribí en 2013 y que pintan a don Manuel tal como lo recuerdo con un enorme peso de nostalgia en un aniversario más de su muerte. Les hago el regalo de su vida y de su convicción en este puñado de recuerdos y les dejo la posta que me dio: la de seguir su huella.
Senderismo…
Nos metemos en el senderito mínimo del monte en Ñandubaysal y
aparecerán Canelones majestuosos y enredaderas floridas…
Todo parecerá igual de verde en unos instantes y nos envolverá un
remolino de mariposas blancas que no se posan en las flores porque nadie podría
soportar tanta belleza… Ellas se alimentan del barro bajo la sombra eterna de los
Coronillos y emergen de allí más inmaculadas todavía.
Además están ellos.
Los abuelos observan.
Puedo sentirlos… ¿y vos?
Da vértigo su presencia.
Parece que uno debiera pedir permiso.
Adelante va don Manuel.
Ellos ya lo conocen.
No hay nada que temer.
Guerra psicológica…
La siesta era un momento especial en los campamentos de verano. Puro
sopor y moscas. No había espacio dónde estar a gusto. Se presentaba como la
cuota de sacrificio.
Otro momento terrible era la tardecita… Allí se desplegaba una horda de
mosquitos que nunca más he visto en mi vida. Hervían los bañados pariendo y
pariendo sin cesar esas bestias… Y el sonido… tan tremendo… peor que la
incisión. Era una guerra más psicológica que “epidérmica”.
Entre esa nube andaba don Manuel, impertérrito, como si nada pasara.
Como si ese zumbido de mil demonios no lo afectara en lo más mínimo…
Había un momento en que la cosa pasaba a mayores… entonces él
sacaba su arma mortal: una “manaza” de treinta centímetros de largo que tanto
sabía hurgar en interminables archivos, como en la arcilla más obstinada. Manos
dulces que sabían esperar que la confianza de los pájaros comiera de ellas,
manos rudas que se llenaban de heridas producidas por las “uñas de gato”
mientras buscaban el tizón que durara encendido toda la noche.
Manos, como digo, enormes, con algunos pelos en las falanges, un tanto
de tierra “arqueológica” en las irregulares uñas y chicotazos ensangrentados en el
dorso- trofeos que se cobra el monte-.
Daban miedo y ternura a la vez…
Desplegaba sólo una… ¿para qué más? y desataba ese látigo despiadado
que rompía el aire y se descargaba en su infaltable camisa de “grafa”.
El ruido era seco, implacable…Silencio después…
Luto en el “mosquiterío”… ¡de un solo golpe los había muerto a todos!
La terrible siesta entrerriana
Como digo, había que pasar la siesta. Era cuestión de soportarla… toda
sombra era poca… En el monte, y al reparo de las tormentas, los árboles
contienen al viento y solo circula una brisita de poca monta que no alcanza para
nada.
Las sobremesas eran largas. Era preferible charlar y “matar el tiempo”. De
dormir ¡ni soñar! No resultaba agradable la combinación del calor con las moscas.
Así que nos quedábamos en la mesa, tras limpiar los restos de la soberana
sandía del postre.
Manuel revolvía en su “cajón de comestibles”, que en más de una ocasión
tenía alimentos en dudoso estado, y sacaba un granulado color fucsia que
desplegaba en un platito. El veneno atraía a los insectos que se aglutinaban en
un montoncito cada vez más poblado, literalmente, como moscas. Entonces, para
contrarrestar la visión, colocaba en otro plato los restos de vino tinto de su jarra
enlosada y allí agregaba azúcar.
Las mariposas blancas del monte tienen especial apego a este cóctel y se
acercaban deseosas de beberlo.
Luego de un rato salían completamente ebrias y volando en zigzag
emborrachaban el aire. Risas y más risas… y del calor y de las moscas ya nadie
se acordaba.
“Chaná, mi pariente”…
Cuando a don Manuel se le pasó la vorágine inicial y el enamoramiento
con el “monumento” nació la curiosidad por el hombre.
¿Qué había sido de aquellos olvidados abuelos?
¿Cuál había sido su suerte?
Así comenzó a indagar en los Archivos de Indias buscando la aguja en el
pajar que respondiera a sus preguntas. ¡Y la encontró! (titánica tarea). Halló una
Reducción en la zona de Puerto Landa que, dividida en dos, dio lugar a la
antiquísima y oriental Soriano y a nuestra querida Gualeguaychú.
Así resulta que nuestro origen como ciudad tiene mucho que ver con
nuestros “indios”.
¡Qué bueno! Comienzo a mirar alrededor y veo pechos lampiños, cabellos
que no encanecen, tonos de piel…
-“Somos todos europeos”- ¡Qué va! La sombra de nuestros olvidados
abuelos no se ha ido. Seremos más nosotros mismos si nos animamos a
reconocer nuestra herencia indígena y a enorgullecernos de ella.
Mientras pienso estas cosas el abuelo indio que cuida de mi familia sale de
su escondite entre los muebles y ríe fuertemente mostrando su dentadura
completa y blanca.
Yo apenas sonrío. Mis muelas están cada vez más grises producto de los
estragos del azúcar. Él se carcajea con ganas porque sabe que lo he descubierto
en mi sangre y ya no importa nada. Nos reímos los dos.
¡Estoy armando el rompecabezas de mi historia! Y mientras el eco de
nuestras risas retumba en la cocina, a mí me crecen en los pies raíces aún más
profundas…
Se busca un museo para un héroe…
Don Manuel hurga, no se conforma, duda de lo establecido, confronta,
investiga… Tiene una familia con siete hijos que alimentar, una actividad docente
enorme y variada y sin embargo bucea, revuelve, se enamora, excava tan hondo
como sea posible…
Tremendo mérito de Susana… todo el tiempo libre de su marido dedicado
a su gran amor: la arqueología, la historia, la raíz, la identidad…
Si Susana no hubiera mantenido el barco a flote la enorme investigación no
hubiera sido posible. Terribles esperas luego de lluvias torrenciales, sin noticias,
sin celulares… ¿Y el marido? ¿Y sus hijos?… en el país de los matreros,
peludeando entre el barro, aislados…
Campamentos con fecha de comienzo pero no de término.
Si habrá rezado Susana con el miedo en la garganta… Miedo a la yarará, a
la inundación, al desabastecimiento, a las picaduras, miedo al hijo asmático,
miedo en esa casa grande…
La casa de don Manuel era una de esas casas de puertas abiertas. Se
cerraba el cancel- por supuesto, sin llave- pero esa primera puerta de par en par
daba sensación de bienvenida.
Uno accedía a ese santuario escalando cuatro o cinco escalones de
mármol blanco gastados y quebradizos. Pasado la puerta cancel que portaba una
telaraña al crochet como cortina, se veía un recibidor formal en donde
paradójicamente, no se recibía a nadie. En él se reflejaba una extraña luz rosada
que se colaba por los vidrios coloridos de una mampara de hierro. Unos sillones,
una pintura del célebre que había decorado el bautisterio de la Catedral, y en ella,
una dama mirando aburridísima quién sabe qué horizontes…
Ese frío recibidor no tenía nada que ver con la familia Almeida. Uno,
habitualmente, iba directo al corazón de la casa: el comedor, sin rodeos ni
formalismos, así que la dama al óleo seguía alimentando su abulia eterna.
Mientras se avanzaba hacia el comedor, flanqueaban la galería, a la
izquierda, decenas de palmeras, culandrillos y todo tipo de plantas de un verde
selvático. Una proeza de la naturaleza en macetas de material pintadas de rojo,
cuidadas del sol por la paciente dueña de casa y por un toldo rayado de lona de
colores indefinibles por el paso del tiempo.
A la derecha, la casa chorizo presentaba una ristra de piezas ciegas
supieron alojar, en diferentes tiempos: hijos, fósiles y hallazgos arqueológicos en
un improvisado museo errante, olvidado y huérfano.
Ese costado de la galería tapizada de mosaicos calcáreos de intrincados
firuletes, tenía un empapelado color verde agua. De vez en cuando aparecían en
él rombos blancos y adornitos como una negrita de hierro sosteniendo dos
mínimos cuencos rojos o la imagen de Santa Teresita.
Más adelante estaba el baño enorme y blanco y frente a él otro cubículo
con vidrios de colores que debió ser una biblioteca ordenada y sobria. Allí, sin
embargo, había libros apilados de forma irregular y un mueble lleno de pequeños
cajones. Esos cientos de cajoncitos sorpresa guardaban un tesoro. Parcelada
caja de Pandora de mil piezas arqueológicas clasificadas detalladamente: tabas
de guazunchos, lascas, piedras de boleadora… Era de lo más divertido atinar con
el contenido de esos cajones que siempre sobrepasaban la imaginación.
Uno giraba hacia el comedor y aparecía él, imponente. Un enorme mapa
de Entre Ríos pinchado con alfileres rojos y azules. En él don Manuel
inventariaba los sitios hallados, excavados y aquellos todavía pendientes en la
tarea. Ese antecesor del GPS era su proyecto de vida y la razón de sus desvelos.
Un recordatorio de lo que aún faltaba hacer para no bajar los brazos jamás… La
tarea era inacabable y él tenía solo una vida para realizarla.
El sur de ese mapa estaba peinado por su voluntad incorruptible. Esos
lunares coloridos representaban más de cuarenta años de dedicación ad
honorem.
Al entrar al comedor se veía una mesa grande y más bien cuadrada, un
maravilloso reloj de péndulo, una vitrina que exhibía la mejor losa de la casa, una
escultura hecha por Jorge (el hijo sacerdote) en uno de esos troncos que arrastra
el agua hacia la orilla, el televisor, la puerta que daba a la cocina y el rincón
donde don Manuel decidió terminar sus días.
En ese espacio armó su último campamento. Desde allí podía mirar por la
ventana la sombrilla rosada del lapacho que techaba el segundo patio de la casa.
En ese patio había un galponcito que en vez de conservar herramientas y trastos
viejos, atesoraba los restos humanos de sus adorados abuelos indios.
Don Manuel se ubicó en el comedor, cerca de la salamandra y allí mismo,
sobre un sillón pasó sus últimos días agobiado por las fallas de su aparato
circulatorio mientras domaba sin éxito los potros de su terrible carácter acentuado
por los años.
Sobre su cabeza, pocas cosas. La más significativa: una foto de Jorge
estrechando la mano de un afectuosísimo Juan Pablo ll.
En la “covacha” de Manuel había troncos, sus libretas en donde anotaba
los datos de cada una de las miles y miles de piezas encontradas, herramientas,
los lentes, libros, diarios, todo lo necesario…
Sobre el apoyabrazos de su sillón confeccionó y pintó, hasta último
momento, bandejas para su frustrado y tan merecido museo.
Se ilusionaba pensando en ese espacio donde su incansable labor por fin
encontraría asilo. Y mientras él trabajaba sentado en ese sillón, cárcel de ese
“trotamundos” o “trotamontes”, con sus ojos marrón-celestes llenos de
expectativas, las tripas de los que lo veíamos se retorcían de vergüenza. Me
pregunto si fue necesario que Manuel muriera sin que su mayor anhelo fuera
cumplido…
Usado y olvidado igual que aquellos a los que amó toda su vida…
En 1992 creyó que por fin el museo era una realidad. Pero la cachetada de
las políticas oscuras hizo que la casa que fuera donada por la Provincia de Entre
Ríos exclusivamente para ser hogar de la colección Almeida, se convirtiera en la
Casa de la Cultura, actividad que aloja hasta hoy.
Idas y venidas… Olvidadas en la casa del marmolero quedaron las buenas
intenciones, el honor y la placa que rezaba justamente “Museo Arqueológico”.
Hoy tenemos un nuevo desafío aquellos que quisimos al abuelo Manuel:
de una vez por todas entregar a la comunidad de Gualeguaychú el museo que
ella y su olvidado héroe se merecen. (Hoy ese sueño es una realidad).
Postales de invierno…
En los campamentos de invierno ningún Almeida, incluyendo a Manuel,
despegaba de la carpa hasta el mediodía. Las horas tempranas pertenecían a los
Lemes que en la noche anterior eran víctimas de risas tras los “cabezazos” en los
fogones prolongados.
Como pertenezco a los segundos, pude ver uno de los espectáculos más
hermosos y fugaces que ofrece la mañana. Icebergs de hielo duro y de espesores
variados -según la influencia de la helada- flotaban en los baldes. La brillantina
leve que poseen los pastos congelados fulguraba al sol. Los rayos herían el aire
cargado de neblina, colándose intrépidos entre las ramas en líneas rectas y
precisas…
Un espejismo impalpable que solo los valientes madrugadores pueden ver,
un premio al sacrificio de despegar pronto de las cobijas calentitas… pero premio,
y de los grandes.
Las gotas de rocío y de neblina quedan atrapadas, como insectos de luz,
entre las innumerables telarañas del monte. Ellas adquieren los más diversos
formatos y se adaptaban al capricho de las ramitas que las sostienen. Redondas,
triangulares, irregulares, gigantes…
Yo saltaba entre la humedad del suelo generoso y blando gritando
entusiasmada tras cada nuevo descubrimiento.
_¡Mirá esta! ¡Mirá aquella!
La naturaleza sobrepasaba mil veces mi capacidad de asombro con sus
infinitas combinaciones. Cada nuevo rayo de sol que penetraba atrevido en la
negrura del monte develaba esas obras de arte, paciencia e ingeniería; mientras,
mi calzado se iba haciendo agua también.
El sol alto del mediodía tocaba las doce y la magia se diluía. El calor
liberaba las gotitas prisioneras de esas “trampas mortales” y me dejaba la
sensación de que había sido solo mía la maravilla…
Hacia esa hora tibia despertaba todo el campamento. Café con leche,
tostadas, mate amargo, risas, olor a humo, infaltable y penetrante, y gracias al
acostumbramiento, imperceptible.
Las carpas se montaban en círculo. El fuego quedaba dentro y Raúl
Almeida, con pericia de circense antiguo, colgaba los incontables toldos que
protegían de los vientos gélidos y que constituyeron, luego, su frugal herencia. El
nidito del campamento tenía una temperatura agradable y el fuego, el “televisor
de los pobres”, ofrecía su calorcito zigzagueante, el espectáculo de las llamas
azules del Ubajay y los brazos generosos de las brasas incandescentes.
El mundo del campamento seguía ese ritmo redondo, envolvente. Todo
giraba en ese reloj solar y se desovillaba alrededor del fuego como una danza
ritual repetida y milenaria… Tortas fritas, buñuelos con dulce de membrillo, guisos
en ollas de hierro, bagres fritos, mulitas asadas, milanesas de carpincho, filetes
de pejerrey… ¡todo bajas calorías! Sin embargo, a nadie le hacía mal. ¡La
felicidad es digestiva!
Gúlliver entre los enanos
No vi a don Manuel en su tarea de biólogo. Yo llegué a su vida cuando ya
la arqueología ocupaba todo su interés. Debe haber sido un placer presenciar sus
clases ilustradas con diapositivas de elementos de la naturaleza de la zona y
escuchar sus relatos impregnados con ese hálito de misterio y aventura.
Iba al monte y allí encontraba las imágenes que necesitaba.
Cuenta Raúl, hijo menor de don Manuel y principal cómplice en sus
andanzas, que era una tortura salir a cazar unas palomas y sacar fotos, ya que
luego de una interminable caminata, había muchas más flores que aves
capturadas.
Don Manuel había descubierto la belleza ínfima de las florcitas silvestres.
Había conseguido, para inmortalizarlas, unas lentillas de aproximación y con ellas
tomaba las diapositivas para su labor escolar.
En cuatro patas y al ras del suelo plegaba su humanidad de gigante e iba
maravillándose de ese pequeño mundo a cada instante. Tanto que, para hacer
unos pocos metros, tardaba horas.
Imagino los ojos hacia el cielo de Raúl mientras resoplaba por lo bajo
conteniendo su vorágine adolescente de tiros y hormonas. Su padre, que solo
disparaba “clics” a unas ilesas florecillas, era lo más lejano a sus héroes de la
revista “Toni” y a esas clásicas películas en donde hay más muertos que
argumentos. Seguramente en ese ejercicio de paciencia estaba floreciendo el
ecologista encarnizado que es hoy.
Antes de morir don Manuel me regaló dos cajitas con su colección de
diapositivas. ¡Tamaña herencia!: el mandato de ver más allá de lo que reluce a
simple vista, la orden de inclinarse ante la naturaleza para observarla, respetarla y
admirarla y la obligación de reconocer la belleza de lo simple y de lo corriente, de
lo que pasamos por alto.
Cuánto me dejó con su vida generosa… Me llevo ese “avío del alma” como
un broche en el corazón.
¡Pique excelente!
Don Manuel andaba siempre buscando el día ideal para la pesca. Rara vez
acertaba en sus predicciones aunque consultaba un extraño almanaque que
siempre presagiaba “pique excelente”. Habitualmente no sacaba nada, así que
los demás pescadores del campamento utilizaban los oráculos de Manuel, a la
inversa, para acertar.
Observaba la luna y buscaba la hora apropiada… El satélite blanco se
confabula con los peces delatando la presencia de los depredadores, así que era
mejor esconder las cañas de esa alcahueta cara de plata.
Manuel salía en la “India”, una canoa de fibra que tenía motor pero que él
manejaba a remo (algo de lo más incómodo por la altura de la embarcación).
Recuerdo haber salido en su compañía por el arroyo Jeremías hasta la
desembocadura con el río Uruguay. Yendo despacio, se escucha el ruidito
acuoso de los remos y se puede sorprender a los pájaros bajo el túnel de hojas
que produce el monte cuando el curso de agua es angosto. Parece ayer cuando
volvíamos, luego de unas horas de pesca bajo el reparo de los sarandíes,
exhibiendo triunfantes un manojo de bagres amarillos como trofeo de guerra. Yo
le proporcionaba las mojarritas para encarnar sus “chicotes” y me aprovechaba de
su nobleza cambiando plata por oro…
Su equipo de pesca era de lo más rudimentario.
Cuando la cosa iba en serio y se buscaban piezas mayores, la carnada
era, indefectiblemente, “tripa de pollo”.
Colocaba esa sarta de intestinos medio putrefactos y untados con harina
de maíz en unos tarritos plásticos como de mayonesa. Cuando abría esos
recipientes era mejor contener la respiración.
Siempre sabía el lugar exacto del “pozo” que prometía un botín de lo más
variado. Buscaba siempre, sin embargo, el bagre sapo que saciaba su apetito
selectivo (Aunque no lo crean, los Almeida no comen cualquier pescado).
Si la pesca era de noche sacaba uno de sus más útiles inventos. Una
linterna había sido adaptada para ese fin. -Se necesitan luz y manos libres para
maniobrar con anzuelos y tripas en el tiempo récord que impone contener el
aliento-. Así que el plafón de la linterna y el foquito se ubicaban en su infaltable
jockey a cuadros y las pilas con el resto del cuerpo del artefacto, en uno de sus
bolsillos. Los extremos de la pobre descuartizada quedaban apenas unidos por
unos finos cables. Y así, disfrazado de minero, o de estrella titilante, o de bichito
de luz, seguía buscando al escurridizo bagre de sus sueños.
Lo siento mucho y muchas gracias…
Una vez compartimos un campamento en “Las Piedras” con mi familia, el
que hoy es mi esposo y el matrimonio Almeida.
Los campamentos solían ser multitudinarios, con lo que ello conlleva de diversión
y molestias, pero ese “mini retiro” tuvo sabor a intimidad.
Los Almeida, Manuel y Susana, eran un equipo desigual e incomprensible
que funcionaba a la perfección. Él, y su porte de antiguo caballero medieval
impartiendo su carácter apasionado, y ella, una princesa leve escapada de alguna
miniatura del siglo pasado.
La Dama en cuestión usaba el pelo arreglado, auque arreciara el calor de
enero. Cubría sus ruleros con un pañuelo de seda floreado y así lucía con decoro
cada día para deleite de las tacuaritas y los lagartos.
Hacía que nos avergonzáramos de nuestra traza desarreglada producto de
mucho aire de campo y ningún espejo.
Andaba con pies de hada sobre la polvareda del campamento, impecable y
sobria.
Dicen sus hijos que solía cantar truculentas historias de animalitos que
escarmentaban de forma trágica sus desobediencias. Las “canciones de cuna” de
Susana incitaban más a la pesadilla que al sueño y desalentaban cualquier
rebelión en puerta.
Parecía sumisa, pero ante su mirada se desprendía la armadura de su marido
que quedaba al descubierto.
Él le debía mucha soledad, pero ella no se lo reprochaba jamás.
La princesa mínima de este cuento parecía que iba a quebrarse y más ante
la imponente estructura de Manuel que, aunque contaba con pocos pelos en la
cabeza, conservaba aún su estampa gallarda.
Tomaban unos mates rarísimos, preparados en un vaso de vidrio de grosor
considerable y labrado en líneas verticales. Allí se colocaban, mezclados, yerba y
pedacitos de limón. Se tomaba con azúcar y, aunque nunca me gustó demasiado
esa mezcolanza, creo que la aceptaba por el solo hecho de conservar ese sabor
en la memoria.
Una noche Susana nos enseñó un juego de cartas llamado “la familia”.
Consistía en reunir el padre (el caballo de oro), la madre (el 12 del mismo palo), el
hijo (la sota) y una rarísima parentela de ases de los cuatro palos.
Se hacía el asunto por pedido
Si el interpelado no tenía la carta en cuestión tenía que decir “lo siento mucho” y
eso le daba el premio de seguir preguntando. Si, en cambio, tenía la carta
solicitada, debía entregarla irremediablemente.
La persona que se apoderaba de la carta tan ansiada debía decir “muchas
gracias” a riesgo de perder el turno.
¡Si nos habrá dolido la panza y la “carretilla” de reírnos, ya que en la ambición de
ganar se olvidaban fácilmente los buenos modales!
Otras veces, más tarde, quisimos repetir la experiencia pero no fue igual de
divertida porque al condimento lo ponía Susana y su incurable despiste (todo el
campamento llamó a mi esposo Facundo con una lista interminable de nombres
como Fausto o Román así que mal podía retener quién de los jugadores tenía
qué cartas).
Ese despiste, como digo, armaba los sainetes más jocosos y disparatados y le
daba gracia al juego.
La presencia de Susana flotaba imperceptible y, sin embargo, se imponía
necesaria como el aire.
Era la mujer servicio, la mujer dispuesta, la mujer orante, la sin queja, la sin
lágrimas, la puro amor silencioso e inmenso…
Se fue despacito, como para no molestar a nadie, con la sutileza de pájaro
que la caracterizó siempre, ni un gemido de dolor y su peinado de peluquería
intacto.
Creo que su legado y enseñanza consistió, como en aquel juego, en juntar
a la familia alrededor de la mesa entre risas y tratándonos con respeto y cortesía.
Tal vez el secreto sea ese: el amor
Hoy Susana, y más que nunca, “Muchas gracias”.
Un rey en el monte…
Don Manuel tenía una terrible dicotomía entre su mente y su cuerpo.
Mientras la primera se agigantaba, la “carcasa” de su alma inquieta y
terriblemente terca envejecía irremediablemente. La terrible injusticia de la vida…
a más experiencia, menos medios… Parecía un superhombre pero no lo era, y lo
sabía con exactitud.
De todos modos nos hizo “parir” su vejez a todos los que lo queríamos,
como para hacer su cruz más liviana, supongo…
Se perdía sigilosamente en el monte, solo, con sus zapatos de siete leguas
especialmente hechos a medida, y sus bastones que reemplazaban, a gatas, a
sus dos interminables piernas.
Sostenía su humanidad imponente en esas dos columnas de tala… Ya se
iba volviendo árbol, monte, flores silvestres… La tierra lo llamaba y él la desoía
caminando orgulloso como un rey antiguo.
Tardaba horas en regresar de esas caminatas.
Nunca sabíamos si habían sido tales, ya que sus piernas flaqueaban y a
veces pasaba eternidades tratando de incorporar su descomunal presencia desde
el piso, adonde la falta de circulación lo había hecho caer.
¡Cómo nos alegrábamos cuando volvía! (ya que era un insulto a su
grandeza ofrecerse de gentil paje siquiera).
De a poco nos acostumbramos a esas “escapadas”…
Un día supe que ya nada lo podía tocar, ni la muerte…
Vi salir entre el senderito de hojas y silencios a dos abuelos indios, tan
destartalados y viejitos como don Manuel. Tomaron los brazos de su defensor
como comadres en desgracia y apoyaron sus cabezas doloridas en aquellos
hombros de algarrobo noble. Mientras, los gurises, disfrazados de tacuaritas, les
cantaban rondas…
Se llevaron a don Manuel y a sus dolores allá donde están enterradas las
llagas de la América libre…
Tanto olvido compartido, tanta desilusión, tanto apretar los dientes…
Y allá se fueron los viejos abuelos, despacito, mientras custodiaban al
paladín de esa justicia que nunca llega, la de los pobres…
Don Manuel se estaba despidiendo.
En cada senderito vuelvo a verlo.
En cada tacuarita recuerdo que está con ellos…
Paulina Lemes